Cela y La Vecilla
Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Camilo José de Cela y Trulock (Padrón, La Coruña; 11 de mayo de 1916-Madrid, 17 de enero de 2002) que fue un escritor español. Autor prolífico (como novelista, periodista, ensayista, editor de revistas literarias, conferenciante...), fue académico de la Real Academia Española durante 45 años y galardonado, entre otros, con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1987, el Premio Nobel de Literatura en 1989 y el Premio Cervantes en 1995.
El nobel Camilo José Cela llegó a León cuando
1937 tocaba a su fin. Se había pasado a los franquistas un par de meses antes,
saliendo por Valencia en barco para volver por Irún, se incorporó en Logroño y
tuvo su bautismo de fuego en la sierra de Alcubierre, en Los Monegros, pero una
tuberculosis le alejó del frente de guerra y recurrió
al cobijo familiar de su tío Pío Cela, ingeniero de Obras Públicas en León.
Vivían en Padre Isla 2, tercero izquierda. Llegó a la ciudad en tren,
procedente de Sahagún, cuando aquel invierno bélico ya enseñaba las garras del
frío. La primera noche recaló en la pensión Llamazares, por los arrabales de
los Cubos. Luego, su familia leonesa lo llevó a la consulta de don Olegario
Llamazares, un médico que recibía en Botines. Pasadas las revisiones de
ordenanza, fue enviado para la convalecencia a La Vecilla. Cela recaló
en La Vecilla cuando la guerra ya se despedía de estas montañas.
“Mi tío Pío, con muy buen acuerdo, me
residenció en La Vecilla, donde comí, mejor dicho, devoré como jamás lo había
hecho en mi vida…
"La Vecilla es un pueblo simpático,
con gente hospitalaria y amable, siempre dispuesta a invitar a un vaso de vino
o a un vermú", recuerda un año antes de morir en Memorias,
entendimientos y voluntades (2001),
Cela, con veintiun años, flaco y
algo tarambana, se hospedó en la Fonda Ricardo, hasta la primavera de 1938, y compartía
mesa con el señor juez, el señor notario (los miércoles) y el señor comandante
militar. Comían de la mano de tía
Amelia en una espaciosa mesa camilla. En su estancia en La Vecilla sumó cerca de veinte kilos a su peso, hasta alcanzar los ochenta.
“Desayunaba tres huevos fritos con
panceta, morcilla o chorizo, según los días, o a elegir, un plato sopero de papas de
harina de maíz con un dedo de azúcar encima, dos tazones de café con leche, uno
mojando tostadas de pan de mollete con mantequilla o veinte galletas de María
Artiach, y dos manzanas y dos plátanos…”
“Almorzaba un plato de sopa de fideos o
de macarrones muy espesa, una sopa substanciosa, y como está mandado otro plato
de lentejas
con arroz y generosos tropezones de jamón, oreja, morro y torreznos, o de fabada y dos libras, no creo
que faltase mucho, de carne
roja y sangrante poco hecha con una sopera de patatas cocidas sobre las que se había
dejado caer una rumbosa y liberal pella de mantequilla; lo acompañaba todo con
una hogaza de pan candeal que comía casi entera y dos vasos de vino tinto del Bierzo pero en vaso de agua, que cabe más;
siempre me daban postre de cocina, leche frita o flan o arroz con leche”.
"Después, no podía ser de otra manera, siesta de orinal de no menos de dos horas. La merienda y la cena se las ahorro a ustedes, amables lectores, pues les noto cerca del empacho".
"Después, no podía ser de otra manera, siesta de orinal de no menos de dos horas. La merienda y la cena se las ahorro a ustedes, amables lectores, pues les noto cerca del empacho".
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