24 de octubre de 2023

Virgen Peregrina en La Mata de Curueño

 


Una de las tradiciones que perviven en La Mata de Curueño es la Virgen PeregrinaDe casa en casa, por el pueblo, así iba hace años y así va la Virgen Milagrosa.  En corrida rigurosa, llamando a la puerta de cada vecino. Quizá ahora permanezca más tiempo en casa  de los pocos que viven en el pueblo durante el invierno. En el pasado, solía estar uno o dos días en cada casa. Todo el mundo lo sabía. Cuando alguien llamaba y llevaba en su mano una caja de madera de castaño, se sabía que tocaba la Virgen. 

La imagen de la Virgen Milagrosa la regaló Mª Andrea en los años cincuenta del siglo pasado, pues vivía en La Vecilla y enfrente de su casa había unas colonias que llevaban las monjas y por su mediación consiguió la Virgen.

Plácido Fernández García escribió en el boletín: 

En el pasado, solía estar dos días en cada casa. Todo el mundo lo sabía. Cuando alguien llamaba y llevaba en su mano una reducida caja de madera de color castaño, sabíamos que tocaba la Virgen.
Recuerdo que cuando estábamos todos, mi madre decía: ”Hay que dar la bienvenida a la Virgen”. Sacaba un librito, y de rodillas, desgranaba una serie de oraciones y letanías que acompañábamos en familia y que a mi se me antojaban muy largas.
“Ha llegado para nosotros, ¡oh dulce y tierna madre!, el momento feliz  de veros en nuestra casa…; esta familia no acierta a manifestaros su agradecimiento, pero os da su bienvenida y os recibe llena de filial cariño”.
Lo mismo se hacía a la hora de marchar, pues se le daba la despedida:
“¡Oh cariñosa madre. Ha llegado la hora de vuestra marcha y nuestros corazones se ven precisados a daros la despedida llenos de pena y sentimiento”, “…no os retiréis sin bendecirnos”.
Se percibía un secreto sentimiento de que la Virgen era una más de la familia durante esos días de visita. Era la Madre que veía nuestros asuntos, atendía nuestros ruegos y velaba sobre la casa. La imagen de la Virgen Milagrosa, con  sus manos abiertas, parecía sonreír detrás del cristal.
Durante el día, el humilde homenaje que cada uno le ofrecía era la vela encendida u otras de las múltiples formas de vela o, sencillamente, el vasito con agua y aceite y una mechita encendida flotando.
A la despedida, se daba una pequeña limosna, metida por la ranura que tenía a sus pies y que sonaba al caer en la base de la caja de madera.
En general, los chiquillos nos encargábamos de llevarla al vecino con un diálogo que ya era costumbre:
   -María, ¡que le traigo la Virgen!
   -Gracias, hijo.
   -Que le vaya bien, ¡hasta mañana!
Y la imagen de la Virgen Peregrina, en su cajoncito de madera con un cristal por delante, entraba, al caer la tarde, en otra casa del pueblo para ser en la nueva familia fortaleza de fe y cercanía en sus necesidades.


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