La ribera del Curueño
En el sitio Web Ecuestre online encontramos la siguiente reseña referida a nuestro pueblo y al valle del Curueño.
"El tiempo no transcurre aquí, en La Mata de Curueño. Es como si alguien se hubiera encargado de pararlo. Quizá la culpa sea del paisaje, tan verde, tan rico, tan diferente a las escenas a las que hemos acostumbrado nuestros ojos. Es el que marca los tiempos. Los caballos se han convertido en un modo de vida para muchos. Descubrir todos estos pueblos de la montaña de León es ya un recurso, un atractivo más del llamado turismo rural.
Salimos de El Soto, un prado situado a unos minutos de La Mata de Curueño, nuestro punto de encuentro. Localizamos La Mata en la provincia de León, en el municipio de Santa Colomba de Curueño. Es el centro geográfico del Valle del Curueño, en su zona baja.
Nuestra primera tarea consiste, sencillamente, en recoger los caballos que viven noche y día en una envidiable libertad en este campo. Son ejemplares cruzados. Colocadas las monturas sobre los dorsos de los mansos animales, emprendemos nuestro viaje. Vamos a seguir la senda del río Curueño. Es una aventura que no le defraudará. El río, que nace en las tierras altas del Puerto de Vegarada, sobre todo, presume de su abundante caudal en los meses de invierno.
Toda la zona es tierra de pastores y animales; de agricultores, artesanos y escritores. A lo lejos, las cumbres están habitadas por caballos salvajes, rebecos o lobos… aunque éstos cada vez están más controlados. El primer contacto con la tierra nos llega por el olor de sus árboles. En ocasiones, donde crecen los cereales (sobre todo maíz), los pimientos o las patatas, el olor es intenso. Sólo los mugidos de las vacas, el retrote de algún caballo o el silbido de la brisa nos devuelven a la realidad, alterando esta paz tan indescriptible que acompaña a los viajeros.
Avanzamos poco a poco, contemplando el paisaje o conversando sobre un tema recurrente en estos tiempos: el mal de las “vacas locas”. Aquí, en estos rincones de León, a nadie le ha perjudicado la psicosis de la ciudad. Incluso ha fortalecido el mito de la vaca leonesa, que crece sin traumas en la buena tierra.
Por la senda del río llegamos hasta la presa de Segoria. Es una presa construida por los lugareños para asegurarse el agua de los riegos en los meses de verano. Empieza a funcionar en mayo, hasta octubre, aproximadamente. En este punto seguimos la senda del río que queda a nuestra derecha. José Manuel, el guía, nos explica que la trucha es la reina del Curueño. Sus orígenes se remontan a la era terciaria.
Un pequeño bar, situado casi en la orilla, nos ofrece una bebida para reponer fuerzas. Tomamos agua y vino. A pocos metros, la gente agota los últimos rayos de sol. Imaginamos el invierno en estas latitudes, con el gemido de la niebla y el gélido aire rompiéndose contra los árboles. Es una ilusión narrada por autores como Julio Llamazares. Las estadísticas dicen que la temperatura media de esta zona es de 8,6 grados…
En las márgenes del Curueño crecen altivos chopos y álamos. Descubrimos las tierras de cultivo y a sus agricultores. A los turistas del progreso nunca les dejará de emocionar cruzarse con un paisano que, al tropezar con el caballo que avanza por sus caminos, deja la mirada perdida y pregunta: “¿Hacia dónde van?”. “Camino de Pardesivil”, contesta el guía, hombre al fin de la misma tierra. Y camino de Pardesivil encontramos la típica vegetación leonesa. Hay muchos pinares completamente repoblados. Quedan ya pocos robledales, el árbol más representativo de esta zona.
En verano, los visitantes recogen menta, manzanilla, té o arándanos… En otoño las setas son un bien preciado y, si el tiempo lo permite, compiten en exquisitez con las nueces y las avellanas. Preguntamos por los jabalíes o los zorros. Son como las meigas: existen, pero cuesta verlos. En el cielo, en cambio, campean a sus anchas las águilas ratoneras o las culebreras. También se escucha en las noches el misterioso canto de los mirlos o los ruiseñores.
Pardesivil pertenece al ayuntamiento de Santa Colomba de Curueño y es una pequeña población, situada a ambos lados de la carretera. Poco a poco nos vamos acercando a Sopeña, un pueblo que ocupa un espacio de poco más de mil hectáreas. Es eminentemente ganadero. De hecho, antiguamente llegó a albergar mas de dos mil cabezas de ganado. Avanzamos por sus calles saludando a los vecinos, que se asoman a las ventanas al descubrir el sonido de los cascos de los caballos. Sopeña perteneció al Monasterio de Sahagún y, corriendo el siglo XVI, al Arciprestazgo del Curueño. Doscientos años después, formó ya parte del Concejo del “Valle del Curueño” y, actualmente, del municipio de La Vecilla.
Casi al final de la ribera, llegamos a La Cándana, un pueblo que debe su fama a la variedad de gallos que, dicen, sólo se crían allí y, en menor cantidad, en Sopeña: el gallo indio. La Cándana forma parte del espectáculo de la civilización leonesa de toda esta ribera del Curueño. Salpicado de casas, entre cordilleras y montañas, el paisaje puede llegar a provocar en el viajero una extraña sensación de tristeza.
Hay lugares en los que ni siquiera existe una simple panadería. “¿Para qué?”, contesta el interlocutor. “No hace falta. Ya vendrá alguien en una furgoneta con pan”. Pues tiene razón…
La Vecilla es una visita obligada. Desde tiempos inmemoriales es la verdadera capital del alto Curueño. Por sus lindes se accede a la montaña leonesa. Quizá por su localización geográfica se ha convertido en el punto neurálgico de la comarca, donde han ido proliferando los comercios y las tiendas, y donde leoneses y forasteros hacen un alto en el camino.
No obstante, cuenta la leyenda que La Vecilla no siempre dio la bienvenida a los huéspedes. En un intento desesperado por apaciguar las ansias bélicas de los guerreros moriscos, los antepasados construyeron diversas fortificaciones en estratégicos puntos. Una de ellas, vinculada al Conde Luna, se puede admirar en el centro de La Vecilla. Es el conocido Torreón Militar, que data del siglo XII.
Paramos, más adelante, en el Palacio de Otero para contemplar el buen estado de conservación de este edificio, que da idea del nivel y la categoría de los vecinos de la villa. Allí tendrá el viajero la oportunidad de contemplar los escudos, las fachadas blasonadas.
Camino de las Hoces Ranedo de Curueño es otro de nuestros destinos. Pertenece al municipio de Valdepiélago. Apenas viven una decena de vecinos que se niegan a abandonar sus casas cargadas de recuerdos o sus muertos, que son su pasado. La visión de las calles vacías o la ausencia de niños en muchos de ellos son el fiel reflejo del progreso, que avanza más rápido que las generaciones. Piensa el jinete ajeno a estas tierras que el caballo permite adentrarse en esta España desconocida por muchos y para muchos.
Llegamos a Otero. Las gallinas y los famosos gallos pardos se pasean con su sordo cacareo por las calles. Huyen despavoridos al sentir el hueco sonido de los cascos de los caballos avanzando por su territorio.
Buena parte de la fama que arrastra este río en todo el mundo se debe a que, en la mayoría de los pueblos por los que viajamos, se obtiene la mejor pluma para la elaboración de anzuelos de pesca.
Terminamos nuestro particular peregrinaje en Nocedo, a las puertas de las Hoces de Valdeteja, no sin antes pasar por Valdepiélago y Montuerto, donde el río se hace cada vez más y más estrecho. Atravesamos un puente romano y contemplamos con asombro cómo la naturaleza se ha encargado de crear escenas de inigualable belleza. Una casa crece casi dentro del río, al más puro estilo veneciano; un niño corre con su bicicleta y un abuelo pasea con su bastón por las calles, donde el eterno retorno al pasado es hoy un reclamo turístico. Los confusos lenguajes del silencio y del paisaje son nuestro último recuerdo".
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