5 de junio de 2018

Carbonilla en los ojos, de Jesús Díez


El primer contacto de Jesús Díez con el ferrocarril totémico del Noroeste leonés, ese tren que arrastra tantas historias como nombres —el Hullero, el de La Robla, el de Matallana, el de vía estrecha...—, es completamente literario. Una imagen digna de cualquier gran novela, de esas cuyos párrafos se enraízan en la tierra pero que siempre tienen la mirada puesta en el cielo, una estampa inolvidable para este narrador y poeta, autor de obras como El niño del tren Hullero, La nieve sin derretir o Las ciudades que soy. Es necesario dejar al propio Díez, que ahora estrena libro, explicar aquel singular momento:
«Es un recuerdo muy preciso. Estoy esperando el tren sobre el andén de la estación de La Vecilla, tendría tres o cuatro años. Mis padres, labriegos de Sopeña de Curueño, me tienen cogido de las manos. Veo llegar la locomotora atronando, silbando, resoplando vapor, elevando un tornado de humo negro hacia el cielo. Era un espectáculo increíble. Creo que en mis ojos se forman un conjunto de imágenes o tal vez de emociones nuevas que no supe archivar en su conjunto, y volví la cabeza y la envolví en el vestido de mi madre. Me subieron al vagón en volandas y, cuando abrí los ojos, vi sentados enfrente de nosotros a dos guardias civiles que custodiaban con sus fusiles a un preso. Llevaba las manos atadas con un grueso cordel y a la espalda. Todo el viaje fui mirando el rostro del preso y él me sonreía. Casi al final del viaje yo le sonreí también y le entregué, antes de bajarnos en la estación de León, un caramelo de los que le habían tocado a mi padre en la rifa del hombre de la baraja que frecuentaba el tren...».
Con ese impactante bautismo, es lógico que el mundo del ferrocarril, y el de este pequeño gran tren en concreto —campesino, minero y emigrante, que trasegó tanto carbón de las minas leonesas a los altos hornos vizcaínos como paisanos en busca de feria, médico o labor— hilvanase buena parte de su quehacer literario. Y ahora que hará 125 años que se abrió el tramo entre Boñar y Cistierna —fue el 20 de julio—, Díez edita Carbonilla en los ojos (Incipit Editores), que sigue la línea de otros libros anteriores, casi únicamente fotográfico a través de los paisajes, las gentes y las huellas industriales entrevistas a ambos lados de la vía férrea subrayadas, eso sí, con un breve y lírico comentario, poético pie de foto.
«Los trenes y la literatura van muy unidos —recuerda—. Así que yo, como creador, me he sentido siempre amado por este tren, y yo le he correspondido y le sigo regalando tiempo de mi vida». Preguntado por la génesis de este libro, Jesús Díez explica que sus imágenes surgieron «como metáforas de esa carbonilla que ha ido impregnando mis ojos desde niño».
«Con la cámara fotográfica las he ido plasmando después, en los diversos viajes que he realizado, tanto subido en un vagón como caminando por las traviesas de la vía —prosigue—. Hay nuevos tintes y tonalidades adheridos en estos paisajes: la herrumbre, el abandono, las ausencias, el olvido… En el caso de los textos que acompañan a las imágenes, son las metáforas del viaje de regreso del viajero que, empujado por los sueños de ida y vuelta, quiere conocer sus límites, como hacen las aves en el cielo».
Porque Díez, nacido en Sopeña de Curueño en 1952, ha hecho muchos, muchos viajes en este tren. «Hay que pensar que en los años cincuenta y sesenta, el Hullero y su trazado era un medio de comunicación esencial para las gentes de estas comarcas mineras, campesinas y ganaderas. Todavía no había coches de línea. No sólo era útil para llevar el carbón a los altos hornos de Bilbao, que es sobre todo por lo que se creó, sino para los habitantes de los pueblos y las mercancías que generaban sus pequeñas economías. Son muchos viajes los realizados por mí y todos diferentes, porque el motivo del viaje también ha sido diferente».
«La ventanilla del tren es para el que sabe mirar», reza uno de los textos que acompañan a las fotografías. «Subirse al vagón y mirar el paisaje, las estaciones, las gentes que esperan o los relojes varados, colgados de la pared, es escuchar y aprender —refexiona el autor—; pero mirar también dentro del vagón es necesario para no olvidar que nunca viajas solo, te acompañan otros viajeros distintos y otras ausencias».
También desde niño caminó Díez varios tramos del trazado: «Por ejemplo desde La Vecilla a Boñar, yendo con mi madre por los senderos que había, paralelos a las vías, llevando las canastas de mimbres, de vilortas llenas de huevos y paja entre ellos para no romperse, los pollos, los conejos. O subido a un burro con alforjas llenas de patatas para vender en la Feria del Pilar. También en 1997 hice recorridos a pie desde León a Guardo. En este tren íbamos a la capital al médico, a Matallana a la dentista, a las fiestas de los pueblos o a la romería de la Virgen de los Remedios en el santuario de las Arrimadas...».
Pero, ¿de qué tipo de legado habla Díez, especialmente, en este libro? «La industria en torno a la minería y el carbón, por el que se creó, ha desaparecido. Por lo tanto yo reflejo el rostro demacrado de lo que fueron en su día paisajes de esplendor, llámese complejo minero Hulleras de Sabero en Vegamediana, Cistierna, Matallana, castilletes, aguadas, locomotoras míticas como la Esla nº 10, personas que trabajaron en la minas sobreviviendo a los hundimientos y explosiones de grisú, en Casetas u Olleros (Herrera 1, Herrera 2...). Todo este entramado, ya desmantelado, habrá que saber capitalizarlo hacia otros ámbitos posibles para dar trabajo, con ritmos de vida sostenibles en un paisaje extraordinario. No dejemos que el olvido nos arrastre… Un museo como el de la Minería en Sabero o el Ferroviario de Cistierna, o la reciente recuperación del antiguo ramal con su trazado de vías y un puente de hierro sobre el río Esla son muy plausibles, un paso hacia adelante, pero no suficientes».
De todos modos, en estos raíles divisa Díez muchas otras cosas: «Veo el rostro de mi padre que retraté en vida, arando, queriendo sembrar los surcos de palabras y silencios. Y veo el rostro de mi madre, la placidez del que espera a que se hagan unas sopas de ajo al amor de la lumbre, y que ella acaba de migar de una hogaza en la cazuela de barro...».
Y, por supuesto, no se puede dejar pasar la ocasión sin preguntar a Díez qué cree que perderia León si un día pierde este convoy. «Se rompería un eslabón más dentro de ese encadenamiento de pérdidas a los que nos tienen acostumbrados los poderes en León. Tirar piedras sobre el propio tejado es de mala educación, por decir algo suave; es una mala práctica que nos conduce al hundimiento de la propia casa y nos va a pillar dentro. A ver si despertamos del letargo de este invierno, y unos y otros arrimamos el hombro para que todo en nuestros labios no sigan siendo pérdidas. Un tren con 340 kilómetros de recorrido, con más de cien años de historia, que atraviesa cinco provincias del Norte de España, no puede desaparecer. Habrá que buscarle una solución para que sea rentable».         
    Fuente: Diario de León

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